Cuando mi hijo empezó a mostrar señales de frustración en la escuela, como dificultad para concentrarse o reacciones inesperadas ante tareas simples, supe que algo no encajaba del todo. No era solo una cuestión de “portarse mal”; había un trasfondo que necesitaba atención. Fue entonces cuando decidí buscar orientación en psicología infantil en A Coruña, una disciplina que en esta ciudad portuaria se ha convertido en un recurso valioso para familias que, como la mía, buscan entender y apoyar el desarrollo emocional de sus hijos. A través de este proceso, he aprendido que detectar a tiempo estas dificultades es el primer paso para evitar que se conviertan en obstáculos mayores en su crecimiento.
Las dificultades de comportamiento o aprendizaje en la infancia no siempre son evidentes a simple vista, y eso fue algo que me tomó por sorpresa. En mi caso, noté que mi pequeño se aislaba cuando no entendía una lección, o que sus cambios de humor eran más frecuentes de lo habitual para su edad. Hablar con su maestra me dio una perspectiva más amplia: no era solo en casa donde se manifestaban estas señales, sino también en el aula. Los especialistas en psicología infantil me explicaron que estas conductas podían estar vinculadas a factores como la ansiedad, problemas de procesamiento o incluso una sensibilidad especial a su entorno, algo que en una ciudad bulliciosa como esta puede intensificarse. Identificar estos patrones requiere observación cuidadosa y, sobre todo, paciencia para no confundirlos con simples etapas pasajeras.
La orientación profesional se volvió un pilar fundamental en este camino, y no exagero al decir que marcó un antes y un después. En las primeras sesiones, el psicólogo no solo evaluó a mi hijo a través de juegos y conversaciones que parecían casuales, sino que también me guió para entender cómo mis reacciones influían en él. Me sorprendió descubrir que pequeños ajustes, como darle espacio para expresar sus emociones sin presionarlo, podían calmar sus momentos de tensión. Este enfoque individualizado, adaptado a sus necesidades específicas, me permitió verlo no como un “problema” a solucionar, sino como un niño con fortalezas y retos que merecía apoyo personalizado. La experiencia profesional del equipo fue clave para trazar un plan que combinara estrategias en casa y en la escuela.
La colaboración entre la familia y el entorno escolar ha sido otro elemento esencial que he aprendido a valorar profundamente. Al principio, dudaba en involucrar a los maestros, temiendo que lo etiquetaran o que lo trataran diferente, pero pronto entendí que trabajar juntos era la mejor manera de ayudarlo. Compartimos observaciones con el psicólogo y definimos objetivos claros, como reforzar su confianza en actividades grupales o darle herramientas para manejar la frustración. En casa, implementé rutinas más predecibles para reducir su ansiedad, mientras que en la escuela ajustaron algunas dinámicas para que se sintiera más seguro participando. Esta alianza me ha demostrado que el apoyo consistente desde ambos frentes crea una red sólida que lo impulsa a crecer sin sentirse abrumado.
A medida que avanzamos, he notado cómo estos esfuerzos van dando frutos, aunque el proceso no es lineal. Hay días en que sus progresos me llenan de orgullo, como cuando resuelve un conflicto con un compañero sin derrumbarse, y otros en que retrocedemos un poco, lo que me recuerda que la paciencia es parte del trato. La psicología infantil en A Coruña me ha enseñado que el desarrollo emocional no se trata solo de “corregir”, sino de acompañar, entender y celebrar cada paso adelante. Verlo disfrutar más de sus días, tanto en casa como en el aula, me reafirma que este enfoque colaborativo es un regalo para su presente y su futuro.