Siempre he sido más de trenes y autobuses para moverme por España. La idea de volar, aunque emocionante, nunca había sido una necesidad apremiante viviendo en Vigo, con conexiones terrestres bastante decentes. Sin embargo, un viaje de trabajo a las Islas Canarias me obligó a enfrentarme a mi «primera vez» en el aeropuerto de Santiago de Compostela, más conocido como aeropuerto Lavacolla. La experiencia, como suele suceder con las primeras veces, fue una mezcla de anticipación, nerviosismo y algún que otro momento de puro desconcierto.

La mañana empezó con la típica planificación meticulosa para no perder el vuelo. Consulté la ruta desde Vigo varias veces, asegurándome de tener margen suficiente para el trayecto en coche y los trámites en el aeropuerto. Llegar a Lavacolla fue relativamente sencillo, las indicaciones son claras y el aparcamiento, aunque extenso, estaba bien organizado. Sin embargo, una vez dentro de la terminal, la sensación de novato me invadió por completo.

El primer desafío fue encontrar la zona de facturación de mi aerolínea. Las pantallas con la información de los vuelos parecían un jeroglífico indescifrable al principio. Entre números de vuelo, destinos y puertas de embarque, tardé unos minutos en ubicar el mostrador correcto. La cola era considerable, lo que aumentó un poco mi ansiedad, aunque avanzaba con relativa rapidez. La amabilidad del personal de facturación, eso sí, fue un punto a favor, explicando con paciencia los pasos a seguir con mi equipaje.

Superado el trámite de facturación, llegó el momento del temido control de seguridad. Ver a la gente depositar sus pertenencias en las bandejas, quitarse cinturones y chaquetas, me hizo sentir un poco torpe al intentar imitar sus movimientos. El pitido del arco detector al pasar no ayudó a calmar mis nervios, aunque afortunadamente fue solo por un olvido con una moneda en el bolsillo. La profesionalidad y la eficiencia de los agentes, eso sí, hicieron que el proceso fuera más rápido y menos intimidante de lo que esperaba.

Una vez en la zona de embarque, con tiempo de sobra hasta la salida de mi vuelo, pude relajarme un poco y observar el ambiente. La diversidad de personas, los anuncios por megafonía, el ir y venir de los pasajeros… todo era nuevo y fascinante para mí. Aproveché para tomar un café y repasar la documentación de mi vuelo, asegurándome de no cometer ningún error.

El embarque fue otro pequeño desafío. Entender las indicaciones de las puertas y las filas prioritarias requirió un poco de atención. Finalmente, encontrar mi asiento en el avión fue un alivio. La sensación de despegar, con la ciudad de Santiago alejándose bajo mis pies, fue indescriptible. Una mezcla de emoción por la aventura que comenzaba y una cierta satisfacción por haber superado mi «primera vez» en Lavacolla con éxito.

En retrospectiva, mi primera experiencia en el aeropuerto de Santiago fue mucho menos traumática de lo que imaginaba. Es cierto que hubo momentos de incertidumbre y algún pequeño desconcierto, pero la organización del aeropuerto y la amabilidad del personal hicieron que el proceso fuera llevadero. Ahora, con esta primera experiencia superada, sé que volar no es tan complicado como parecía, y quién sabe, quizás Lavacolla se convierta en un punto de partida más frecuente en mis futuros viajes. Lo que sí tengo claro es que esa primera vez dejó una huella, la del primer despegue desde mi tierra gallega hacia nuevos horizontes.