Mi marido me ha quitado el queso. Dice que ya está bien, que estoy enganchada y creo que tiene razón. Pero me va a costar bastante evitar uno de los grandes placeres culinarios que me permito. Y eso que me gusta toda clase de quesos, desde el más suave al más curado, desde el tipo Edam al Cabrales, desde el queso de leche de vaca al de cabra. Si hay un queso en la nevera, sé que terminaré cayendo en la tentación.
En realidad, yo soy fan de la leche y derivados. Consumo mucha leche, yogur, mantequilla y queso. Y claro, todo en su justo medida es bien admitido por el cuerpo: pero cuando nos empezamos a pasar se nota. Y generalmente nadie se pasa con las espinacas o el pescado hervido: nos solemos pasar con aquello que engorda más.
En mi caso, el queso, no cabe duda, se ha transformado en un problema. Un sobre de lonchas de queso tipo Havarti, las que solía comer últimamente, me duraba dos o tres días. Para desayunar solía tomar una, luego un sándwich para merendar y, por la noche, siempre solía caer otra loncha, de postre. Y, además, siempre solía haber por casa un poco de queso curado y, a veces, algún queso denominación de origen que traen mis padres cuando vienen a casa, que también son aficionados a la buena mesa.
Mi marido ha dicho que no se trata de que deje toda la leche y derivados, sino que me controle con el queso. Debo estar una temporada sin probarlo (como yo le exigí a él con el chocolate, su perdición). Él cumplió y ahora solo come muy de vez en cuando un poco de chocolate. Dice que yo tengo que hacer lo mismo con el queso que se me está poniendo cara de queso de cabra.
¿Y qué voy a merendar yo ahora? ¿Qué espera, que yo haga ahora el sándwich con pavo y aire? Bueno, siempre puedo hacer sándwiches vegetales, que tampoco están nada mal. Y en tres meses vuelvo al queso, diga lo que diga mi marido…