Tras pasar una larga temporada en las afueras de la ciudad, me apetecía volver a sentir el dinamismo del centro. Cuando llegué a Madrid, viví en un piso compartido en un barrio de estudiantes. Y aunque al principio fue interesante, no acababa de combinar bien con mi interés por terminar la carrera obteniendo los mejores resultados. El ruido y la fiesta perpetua en mi casa me obligaba a ir a estudiar a las bibliotecas, pero yo soy más de estudiar solo, así que decidí cambiarme a los pocos meses. Busqué un estudio en un barrio periférico pero bien comunicado con la universidad y todo salió mucho mejor.
Tras ello, permanecí unos años yendo de un barrio a otro, nunca en el centro, hasta que me cansé de la abulia del extrarradio. Sentí de nuevo la necesidad de un poco de ruido y también, por qué no, un poco de fiesta, pero esta vez en una casa para mí solo…
La mala suerte hizo que a los dos meses de estar en mi nuevo piso aparecieran por allí unos operarios de una empresa de rehabilitacion de vivienda. “Qué mala pinta”, me dije. Cuando les pregunté me dijeron que debían reacondicionar toda la instalación eléctrica que se había quedado obsoleta y que era algo común en el barrio. Y tan común: poco a poco, todos los edificios de la zona se unieron a las obras.
Cuando le pregunté a uno de los responsables cuánto calculaba que tardarían en terminar me dijo que unas 6 semanas… estuvieron 5 meses. Y así igual en toda la calle. En algunos edificios, además, aprovecharon para restaurar la fachada con lo que el espectáculo era dantesco. Si volví a la zona centro en busca de fiesta, la tuve. Durante el año y pico que viví ahí no recuerdo ni un solo día en el que no escuchase el ‘mágico’ sonido de la obra. Es verdad que respetaban los domingos y algunos sábados, pero en esos días, los vecinos aprovechaban para montar fiestas de verdad. Entre la rehabilitacion de vivienda y el ruido de los vecinos recordé la razón de porqué había dejado el centro. Nunca volveré: vade retro.