Nunca he sido de disfrutar mucho con la visitas a mi casa. Tampoco me gusta mucho meterme en las casas de los demás. Sí, soy un poco huraño, para qué os voy a engañar. Si quedo con gente, prefiero un lugar neutral: un bar, un parque, etc. ¿Por qué no me gusta recibir a gente? Porque lleva mucho trabajo, lo primero. Y lo segundo, porque mi casa es como mi refugio, es mi zona de aislamiento.

Pero cuando uno se hace mayor tiene que transigir con un montón de cosas. Entre ellas, abrir de par en par las puertas de tu casa a las visitas y con una sonrisa, por supuesto: “pasad, esta es vuestra casa”, aunque en realidad sea la mía, pero bueno… El problema es que hay gente que se toma al pie de la letra eso de “estáis en vuestra casa”.

Cuando mi suegra aterriza en casa lo hace con todo el equipo: se trae media casa suya a la mía pensando en que la mía es como un pozo sin fondo. Y luego empieza a rebuscar entre los armarios de la cocina y me pregunta: “pero yo había dejado aquí una olla, ¿dónde está?”

Cuando una persona viene de visita se cree que si deja cosas en un sitio, un mes más tarde van a estar exactamente en el mismo lugar, como si durante esos 30 días que pasan los habitantes de esa casa no vivieran ahí y todo se volviese a activar en el preciso instante en el que ella vuelve.“Pues he puesto la olla en el armario de arriba”. “Pero está mejor en este otro armario, más a mano”. Y así todo.

Y entonces me surge la duda: “¿pongo la próxima vez sus cosas en el lugar en el que las dejó o lo dejo a mi manera?”.  Al final, suelo tomar una solución intermedia. Por ejemplo, poner el mantel que ella nos regaló, pero eliminar algunas de las cosas que ella deja a su gusto, porque ¡qué demonios!, aquí vivimos otras personas, no ella. Así que no, no me gustan las visitas.